El otro día tuve la ocasión de hacer un trámite en una oficina pública. Me agarró desprevenida. Si yo sé que voy a tener una espera, así sea de 5 minutos, me llevo, como mínimo, algún aparato para escuchar música. Para esperas más largas, material de lectura. Yo soy una persona sumamente inquieta, necesito llenar los vacíos de actividad con algo, y por eso siempre voy preparada. No hay viaje en colectivo, cola de banco o espera de médico que me agarre sin algo que leer o escuchar. Salvo que esas situaciones sean inesperadas. Como esta vez. En esa oficina de ARBA, viendo avanzar muy lentamente unos números que estaban muy lejos del mío, me vi en la obligación de hacer algo que me horroriza: sentarme ahí, sin nada que hacer, a esperar que pase el tiempo. Y, mientras esperaba, me puse a pensar.
Muchas veces he visto gente tolerar largas esperas sin un diario a mano, sin un MP3, sin una PSP, sin un tejido, sin un proyecto de novela a medio escribir, sin nada que los ayude a pasar el tiempo. Simplemente ahí. Pensando. Y la verdad que ese estoicismo me genera hasta una cierta admiración. Al verse en la obligación de permanecer largo rato en un lugar, quietos y callados, ¿qué clase de ideas, de desarrollos argumentativos, de edificios de abstracción se les ocurrirán, por ejemplo, en el 68 de Once a Puente Saavedra? Y se me ocurrió que, entonces, yo debo pensar mucho menos que los demás. Yo, que lleno incluso los tiempos muertos inferiores a 10 minutos con alguna cosa, no debo pensar casi nada.